En una región que no se puede precisar geográficamente, rodeada de ríos en el paraje en que estos dejan precisamente de ser navegables, sombreada por los árboles gigantescos que nunca fueron atingidos por los arcabuces de navegantes aventureros venidos de allende o de aquende los mares, habitaba una nación de mujeres bellas, robustas y aguerridas al propio tiempo, de estatura elevada, cuerpo donairoso y apariencia de suyo varonil: cabellos gruesos, negros y largos; ojos grandes, llenos de fuego y expresión; color moreno, bronceado; de labios lascivos y abultados; por dientes dos hileras de iguales perlas; de frase corta y decisiva que manejaban con la mayor destreza así el arco como el tacape y tanto el remo como la tangana. Llamábanse las susodichas las Icamiabas y ellas eran una especie de Aquiles femeninos, en quienes se hermanaban en feliz e íntimo consorcio la fuerza y la belleza al mismo tiempo.
Depuestas las flechas y desarmado el arco, tornábanse entonces las Icamiabas en místicas pitonisas o en pudibundas vestales de
Roma adorando con todo fervor a la luna que vivía como ellas triste, solitaria y sin marido en los desiertos rutilantes de el espacio, siempre errantes y nómades como ella, caprichosas y volubles cual ella también, mudando de faces, pero no de esencia, cambiendo de accidentes mas no de sustancia, poéticas de ordinario y románticas siempre, en su perenne, suave y argentino esplendor.
Peregrinas las Icamiabas en los inmensos desiertos del Amazonas de la misma manera que la luna alrededor de la tierra, su obligado satélite, hacían ellas su propia patria del lugar en donde mejor pudiesen adorar a su diosa, que les determinaba su norma de vida que debieran llevar y que tenían sobre ellas tan decisiva influencia, no solo en su carácter sino hasta en el régimen mismo de su propia existecia.

Era ése el tiempo prescrito por el rito religioso de ellas para recibir a los hom
bres de las otras tribus circunvecinas, a los que enviaban invitaciones especiales y anticipadas, aparte de que la fiesta misma tenía ya mucho de novedoso y verdaderamente llamativo en toda esa dilatada región; era pues una especie de noviazgo de las Sabinas, que solamente se repetían una sola vez durante el año, justamente en la época de la primavera, en la que la naturaleza se adorna con todas sus galas, para perpetuar de este modo la raza, a la vez que para procurar la conservación de la especie.
¡Y cuántas declaraclaraciones de amor frenético, cuántas lágrimas de desesperación, cuántas gratas esperanzas de himeneo, que casi se desvanecía al día siguente, exitadas cabalmente por aquellos forzados grillos de voluntario cautiverio y por el imperativo categórico de la sola prohibición de continuarlo por más tiempo gozando!
(Fotografía: Yasna/Feña, Perú-Iquitos, Enero y Diciembre 2006)