viernes, 23 de febrero de 2007

La Leyenda de las Amazonas en la Histora

(Fuente: Herrera, Jenaro. Iquitos, 1918. "Leyendas y Tradiciones de Loreto")

En una región que no se puede precisar geográficamente, rodeada de ríos en el paraje en que estos dejan precisamente de ser navegables, sombreada por los árboles gigantescos que nunca fueron atingidos por los arcabuces de navegantes aventureros venidos de allende o de aquende los mares, habitaba una nación de mujeres bellas, robustas y aguerridas al propio tiempo, de estatura elevada, cuerpo donairoso y apariencia de suyo varonil: cabellos gruesos, negros y largos; ojos grandes, llenos de fuego y expresión; color moreno, bronceado; de labios lascivos y abultados; por dientes dos hileras de iguales perlas; de frase corta y decisiva que manejaban con la mayor destreza así el arco como el tacape y tanto el remo como la tangana. Llamábanse las susodichas las Icamiabas y ellas eran una especie de Aquiles femeninos, en quienes se hermanaban en feliz e íntimo consorcio la fuerza y la belleza al mismo tiempo.


Bien sea por efecto del terror supersticioso que les tenían las otras tribus o bien por la misma valentía en el combate de aquellas guerreras o bien sea por la propia influencia del sexo femenino, que siempre la tiene indisputable frente al masculino en cualquier momento y estado de cultura, todas éstas circunstancias reunidas hacían que las demás tribus se dejasen facilmente vencer en las frecuentes campañas y "correrías" que ellas les presentaban, obligando así a todos los pueblos vecinos a respetar no solo su propia independencia,´sí que también su manera de vivir, tan anormal y misteriosa a la vez.

De este modo se aparecían las Icamiabas en diversos parajes del continente amazónico - espléndido rezago del Edén primitivo - trabando luchas, sea con los otros indígenas de las otras tribus o sea con los mismos conquistadores europeos, como dicen que aconteció con el capitán Francisco de Orellana y su expedición, que las bautizó simplemente con el nombre de Amazonas y confirmó con el calificativo de ellas al más importante y caudaloso río del mundo, que no solo del continente sudamericano.

Depuestas las flechas y desarmado el arco, tornábanse entonces las Icamiabas en místicas pitonisas o en pudibundas vestales de Roma adorando con todo fervor a la luna que vivía como ellas triste, solitaria y sin marido en los desiertos rutilantes de el espacio, siempre errantes y nómades como ella, caprichosas y volubles cual ella también, mudando de faces, pero no de esencia, cambiendo de accidentes mas no de sustancia, poéticas de ordinario y románticas siempre, en su perenne, suave y argentino esplendor.
Peregrinas las Icamiabas en los inmensos desiertos del Amazonas de la misma manera que la luna alrededor de la tierra, su obligado satélite, hacían ellas su propia patria del lugar en donde mejor pudiesen adorar a su diosa, que les determinaba su norma de vida que debieran llevar y que tenían sobre ellas tan decisiva influencia, no solo en su carácter sino hasta en el régimen mismo de su propia existecia.

Y si en el occidente y en las orillas de el Pacífico existía en imperio del Sol naciente de Manco Capac, de régimen hasta cieto punto patriarcal, en el oriente y a las vegas del Amazonas había el belicoso y singular reinado de la Luna de las Icamiabas, verdadera ginecocracia de hijas de Eva, exclusivamente, como en la región de los yungas existían los señoríos que gobernabas las famosas Capullanas.

El mejor templo que ellas tenían para sus expiaciones y prácticas religiosas era el hermoso lago nombrado Jaciuaruá (espejo de la luna), de aguas límpidas y tranquilas, de donde cabálmente extraían las muiruquitans, piedras pequeñas verdes para ofrecer a sus amantes en la época prpicia anual del himeneo.

Era ése el tiempo prescrito por el rito religioso de ellas para recibir a los hombres de las otras tribus circunvecinas, a los que enviaban invitaciones especiales y anticipadas, aparte de que la fiesta misma tenía ya mucho de novedoso y verdaderamente llamativo en toda esa dilatada región; era pues una especie de noviazgo de las Sabinas, que solamente se repetían una sola vez durante el año, justamente en la época de la primavera, en la que la naturaleza se adorna con todas sus galas, para perpetuar de este modo la raza, a la vez que para procurar la conservación de la especie.


¡Y cuánta pasión refrenada por aquel estado de obligatoria continencia y de noviazgo anual en medio de una naturaleza de suyo tropical y lujuriosa, con un sol ardiente y una temperatura de 28°C minimum, reagravado aún con la belleza natural al desnudo que tenían lógicamente que traducirse en escenas de locuras eróticas sin precedente, de fiestas sensuales sin ejemplo, en la misma proporción e intensidad de la abstinencia, que se prolongaban por el espacio de tiempo de solo ocho días!

¡Y cuántas declaraclaraciones de amor frenético, cuántas lágrimas de desesperación, cuántas gratas esperanzas de himeneo, que casi se desvanecía al día siguente, exitadas cabalmente por aquellos forzados grillos de voluntario cautiverio y por el imperativo categórico de la sola prohibición de continuarlo por más tiempo gozando!


Finalizado el plazo de la fiesta de la concupiscencia indígena, que debió ser mas intensa que las famosas bacanales griegas y las priapeyas romanas, los hombres eran obligados a regresar a sus patrias lares, bajo pena que la propia amante les perforara el corazón de extremo a extremo, como a un enemigo de su independencia y un diabólico transgersor de su estado hasta cierto punto celibatario.

Las Amazonas que quedaban en estado de gravidez tenían el tiempo necesario de tener y dar a luz a sus hijos para la próxima feria anual, y si éstos eran mujeres las tenían casi adheridas al único pecho que les quedaba, con verdadero amor maternal, mirándolas y criándolas como a futuras compañeras en las liedes por venir, aleccionandolas en sus costumbres y en las fatigas de la guerra, a la que, de ordinario, vivían casi totalmente consagradas, quemándoles el pecho derecho para que de éste modo quedasen más diestras en el juego y manejo de el arco; y si eran hombres, mirábanlos entonces con marcada aversión, como un futuro enemigo de su raza, y los mataban, según unos, y amamatábanlos, según otros, solamente el tiempo que fuese absolutamente necesario para entregarlos a sus padres en la primera oportunidad en que se reuniesen con ellos.












(Fotografía: Yasna/Feña, Perú-Iquitos, Enero y Diciembre 2006)